2016 va camino de significar para Brasil algo parecido a nuestro 1992. Aquel año en que España se levantó definitivamente y pasó a formar parte de la gran comunidad internacional. En 1992 nos convertíamos en un país de élite, en una de aquellas naciones reconocidas de manera global, ya sea en su signo político o cultural. Y es que España, a principios de los 90, estaba de moda -algo que, según muchos indicadores, aún no ha terminado-. Eramos uno de los epicentros del mundo, tanto por el sublime evento planetario que significaron los Juegos Olímpicos de Barcelona como por la celebración de la Exposición Universal en Sevilla. Por fin nos arrancábamos las esposas de la Dictadura y gritábamos libres. Por primera vez tratábamos al resto del mundo de tú a tú. Yo he aprendido esto en los libros de Historia, ya que por aquél entonces contaba 6 primaveras y estaba más preocupado por irme a la cama a la misma hora que Espinete. Para Brasil, esa época de algarabía popular y orgullo nacional no ha hecho más que comenzar.
Y comienza para un país en el que en unos escasos seis años más de 30 millones de sus habitantes han salido del umbral de la pobreza, que se ha convertido en la décima economía del mundo y ha finiquitado con excepcional celeritud su deuda externa, pero en el que sin embargo queda aún muchísimo por hacer. Bien lo sabe su excelso presidente Luis Inácio Lula da Silva, principal actor de los logros económicos y sociales de la última década brasileña. Ha conseguido que su país pasase de suscitar "burlas e imposiciones" a conseguir "respeto" para el mismo. El ex tornero mantiene una tasa de aprobación bajo sus dominios superior al 75%. Brasil creció durante su mandato a un ritmo cercano al 5% anual -bastante más que cualquiera de sus vecinos-, aunque no se ha podido librar de la crisis económica mundial. Aun así, el país carioca ha conseguido evitar la recesión, algo de lo que el Partido de los Trabajadores se siente especialmente orgulloso, y espera recuperar para 2010 su ritmo de crecimiento habitual. Su presidente se jacta de que "Brasil ha sido uno de los últimos países en entrar en crisis y está siendo uno de los primeros en salir de ella".
El desarrollo económico de la última década carioca tiene su explicación en gran medida en el descubrimiento y explotación de nuevos yacimientos petrolíferos a lo largo de sus costas e interior. Brasil es un Estado que cuenta con una gran cantidad recursos naturales y materias primas que repercuten positivamente en su economía. Pero también corre el gravísimo peligro de la sobreexplotación. De sobra es conocida -aunque algunos insistan en no darse cuenta- la deforestación del Amazonas, una auténtica tragedia para el ecosistema no sólo brasileño, sino mundial. Desde el Gobierno se insiste en que se está trabajando en ello "de forma vigorosa" y se anuncia que en los últimos años ha reducido el 25% de destrucción natural, que aún sigue siendo elevadísima -14.000 km2 de media en los últimos años-. Es necesario que Brasil aprenda a racionalizar sus recursos de una forma más sostenible.
Tampoco ha escapado Lula a polémicas como su sucesión, la corrupción de miembros del PT y su postura pro -o, por lo menos, no anti- estadounidense. De sobra es sabido que el Gobierno norteamericano tiene cientos de millones de enemigos en el continente, y la postura de Lula hacia la gran potencia mundial no gusta a muchos, incluidos varios de sus líderes bolivariorevolucionarios. Aún así, -o debido a ésto- se ha alzado como uno de los más importantes líderes regionales sudamericanos. Su sucesión se antoja difícil, y ya ha comenzado la guerra por un sillón presidencial muy deseado.
El Gobierno carioca es consciente de que aún les queda mucho que hacer por su país, pero ven el Mundial de Fútbol de 2014 y las Olimpiadas de Río 2016 como el motor perfecto para darle una vuelta de hoja total a la historia brasileña.
Y nosotros, mientras, a lo nuestro. A criticar la decisión del CIO, a creernos el ombligo del mundo -que ni somos ombligo ni nada parecido-. Sin duda nuestra candidatura era una de las más fuertes, si no la que más. Pero, ¡Joder!, y es que aquí hay que maldecir, estaba claro que los juegos de 2016 no podían celebrarse en Europa. Si las Olimpiadas llevan rotando de continente más de 60 años, ¿Por qué no lo iban a hacer ahora, cuando nuestro planeta está más globalizado que nunca y hay un número mucho más imponente de naciones con las infraestructuras necesarias para la organización de unos Juegos? Era -y es- de necios no darse cuenta de que los juegos no iban a volver a Europa tras su paso por Londres en 2012. Y menos para venir a España, un país que ya albergó unas olimpiadas hace unos escasos 17 años (pocos, poquísimos para el calendario del CIO). Y lo peor no es sólo que no se acepta la decisión, sino que se critica. Como el niño al que se le niega un caramelo y se emberrincha. Críticas al presidente del CIO por no advertir que la rotación de continentes era decisiva -es de cajón, como bien advirtió el gurú Samaranch-, a los compromisarios haber realizado una elección "política" e incluso se han escuchado críticas al mismo presidente del COE por su capacidad comunicativa. Suenan todas estas quejas al actuar de un mal perdedor. Algo que España nunca ha sido, y esperemos que nunca sea. Mientras tanto, 23 millones de euros a la basura, y el que quiera entender, que entienda.